Domingo 4 de Agosto – 18º Ordinario. Koinonía

 

Eclesiástico 1,2; 2,21-23: ¿Qué saca el hombre de sus trabajos?
Salmo 89: Señor, eres nuestro refugio de generación en generación
Colosenses 3,1-5.9-11: Busquen los bienes de arriba
Lucas 12,13-21: Lo que has acumulado ¿de quién será?

Eclesiastés 1, 2; 2, 21-23

¿Qué saca el hombre de todos los trabajos?

¡Vanidad de vanidades, dice Qohelet; vanidad de vanidades, todo es vanidad!

Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto,

y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado.

También esto es vanidad y grave desgracia.

Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?

De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente.

También esto es vanidad.

Salmo responsorial: 89

Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.

Tú reduces el hombre a polvo, diciendo: «Retornad, hijos de Adán.» Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó; una vela nocturna. R.

Los siembras año por año, como hierba que se renueva: que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca. R.

Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos. R.

Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos. R.

Colosenses 3, 1-5. 9-11

Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo

Hermanos: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra.

Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria.

En consecuencia, dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría.

No sigáis engañándoos unos a otros.

Despojaos del hombre viejo, con sus obras, y revestios del nuevo, que se va renovando como imagen de su Creador, hasta llegar a conocerlo.

En este orden nuevo no hay distinción entre judíos y gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres, porque Cristo es la síntesis de todo y está en todos.

Evangelio Lucas 12, 13-21

Lo que has acumulado, ¿de quién será?

En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.»

Él le contestó: «Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?»

Y dijo a la gente: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande

sobrado, su vida no depende de sus bienes.»

Y les propuso una parábola: «Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos:

¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha.»

Y se dijo: «Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida.»

Pero Dios le dijo: «Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? «

Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.»

COMENTARIO LITÚRGICO

La 1ª lectura nos enfrenta con preguntas que todos nos hemos hecho alguna vez. El Eclesiastés pertenece a un grupo de libros que llamamos «sapienciales». La “sabiduría” es un amplio concepto que puede englobar desde la habilidad manual de un artesano hasta el arte para desenvolverse en la sociedad, la madurez intelectual… Representa una capacidad de personas y pueblos cuya finalidad es encontrar respuestas a los grandes interrogantes y misterios de la existencia humana.

Podemos calificar de contestatario al autor del Eclesiastés. Es una voz escéptica y crítica, disidente frente a la tradición sapiencial que confía ilimitadamente en las posibilidades de la razón y sabiduría humanas. El sabio Qohélet es un autor por lo menos desconcertante. La pregunta que mueve toda la reflexión de su libro es ésta: “¿Qué provecho saca el ‘ser humano’ de todos sus afanes bajo el sol?” (1,3). Y su respuesta es la famosa frase: «Vanidad de vanidades (se puede traducir también por vaciedad, sin sentido…), todo es vanidad» (1,2.17; 2,1.11.17.20.23.26; 12,8)

Éste parece, en principio, un libro… «poco religioso». ¿Y cómo se nos propone a los cristianos este libro, como Palabra de Dios, con esa respuesta tan materialista, tan poco optimista…? O esta otra afirmación: «la felicidad consiste en comer, beber y disfrutar de todo el trabajo que se hace bajo el sol, durante los días que Dios da al ser humano, pues ésa es su recompensa» (5,17) es como decir vulgarmente «comamos y bebamos, que mañana moriremos».

El autor recorre a lo largo de su libro todas las esferas del ámbito humano: trabajo, riqueza, dolor, alegría, decepciones, religión, justicia, sabiduría, ignorancia, el tiempo, la muerte… buscando respuesta a su pregunta. Hagamos lo que hagamos en nuestra vida –dice–, al final el destino es el mismo para todos los humanos: la muerte, ¿la nada? Es una pregunta seria: ¿qué pintamos aquí, en la tierra?, ¿para qué vivir, trabajar, luchar, amar, pensar…? Breve es nuestra vida sobre la tierra (Sab 2,1), la mayor parte de nuestra vida es fatiga inútil, que pasa aprisa y vuela (Salmo 89, 10). La experiencia humana es como “atrapar vientos”: una tarea inútil y decepcionante. Por mucho que nos afanemos, nada nos vamos a llevar… Viene a nuestra mente aquella otra frase evangélica: “¿De qué le sirve a una persona ganar el mundo entero…?”.

Hasta el tiempo del destierro, el pueblo de Israel, profesaba tradicionalmente una doctrina de retribución colectivista, «tribal»: la bondad o maldad de un individuo tenía repercusiones en el grupo y en los descendientes. Con la experiencia del exilio estas ideas van cambiando: cada persona recibiría en vida la recompensa adecuada a su conducta (2Re 14, 5-6; Jer 31, 29-30; Ez 18, 2-3. 26-27); sin embargo, la experiencia desmentía este principio.

En la época del destierro empezó a aparecer la teoría de la «retribución personal» y del «destino individual». Y después del destierro este problema ocupa un puesto primordial en la reflexión sapiencial, y no les resultó fácil encontrar una respuesta adecuada. El libro de Job refleja vivamente este drama, apuntando distintas soluciones, pero ninguna definitiva ni convincente: Job es invitado a entrar en el misterio de Dios para desde ahí poder relativizar su dolor, su desesperación y pretensiones. Qohelet se hace eco del mismo escándalo y lo amplía: aun suponiendo que el justo siempre recibiera bienes, tal recompensa no es proporcional al esfuerzo que pone el ser humano en conseguirla, pues no da plena satisfacción a sus anhelos. Tanto Job como Qohelet se mueven en el ámbito de retribución intramundana, no atisban nada más allá de la muerte.

No está mal que Qohélet nos recuerde el sabor de las cosas sencillas, el disfrute de las cosas ordinarias, que también son don de Dios. En esto conectaría muy bien con la mentalidad de la postmodernidad: presentista, del carpe diem (aprovecha cada día).

Evangelio: la vida no depende de los bienes

Va en la misma línea sapiencial que la 1ª lectura: el ser humano busca sin descanso la alegría y la felicidad, pero en torno a esta búsqueda planean serios peligros. Uno de ellos: poner la felicidad en la acumulación insaciable de bienes, la codicia.

A Jesús, como Maestro, se le acercan dos hermanos en litigio y le suplican que ponga orden entre ellos, que haga justicia. Jesús responde yendo a la raíz de los problemas, que está en el corazón del ser humano. Para Él es más importante desenmascarar la codicia que nos domina, que hacer valer los derechos de cada uno. Con lo primero, se conseguirá lo segundo.

Sus palabras son magistrales: “eviten toda clase de codicia, porque, aunque uno lo tenga todo, no son sus posesiones las que le dan vida”. Jesús no invita al conformismo. Lo primero es la justicia, querida por Dios, predicada por Jesús: que todos tengan pan, educación, techo… fruto de la comunión, de la solidaridad, nuevo nombre de la justicia: eso es el Reino, la Nueva Humanidad. Pero puede ocurrir que cuando tengamos lo justo, lo que nos corresponde como hijos y hermanos, ambicionemos más. Esta codicia nunca nos permitirá ya descansar. Es muy difícil ya decirse a uno mismo: “Hombre, tienes muchas cosas guardadas para muchos años, descansa, come, bebe, pásalo bien…” normalmente, no hay quien detenga ya el dinamismo de la codicia. Hay que estar alerta. ¿Hasta dónde llegar en la acumulación de bienes?

La codicia de unos pocos o de unos muchos impide el desarrollo de los pueblos. Y llama la atención la medida actual de la codicia en el mundo: según un informe de la OCDE (mayo 2013), el 10% más rico de las sociedades de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) tenían 9,5 veces más ingresos que el 10% más pobre en el 2010 respecto al 2007, cuando los ingresos de los ricos eran 9 veces superiores a los de los pobres. Más: la crisis ha acelerado la brecha entre ricos y pobres en los países que integran esa organización. Las desigualdades aumentaron más entre 2007 y 2010 que en los 12 años precedentes.

En los últimos años (2016), tenemos una humanidad que bate sus records, sumida en la desigualdad mayor de su historia: 85 personas tienen una riqueza equivalente al patrimonio de la mitad pobre de la humanidad.

La palabra de Jesús en el Evangelio de hoy no puede quedar reducida a una consideración de la necesidad personal individual de «no ser avaro o codicioso»… Hoy ha de ser aplicada también a la situación planetaria, de la estructura económica mundial, de un mundo que sigue y sigue acentuando sus diferencias, la desigualdad, la brecha entre pobres y ricos. Todavía hay quienes alimentan recelos respecto al concepto de «pecado estructural»… En definitiva, no hay que discutir de literatura, o de «cuestión de nombres». La teología de la liberación tiene muy claro que el pecado –¡y las virtudes!– pueden ser no sólo personales/individuales, sino también sociales, estructurales. Ya sabemos que las estructuras «no son personas que cometan pecados»; nadie es tan ingenuo que confunda eso. Lo que queremos decir es que el mal, el pecado, con frecuencia se corporifica, toma cuerpo, en las estructuras sociales, de modo que impone la posibilidad y expande la facilidad, la propensión para un tipo de actitudes y de actos perversos, pecaminosos, más allá de las voluntades y las buenas intenciones personales. La Utopía, el Mundo nuevo, el Sumak Kawsay –¡el Reino de Dios!, como la llamaba Jesús–, no estará realizado cuando esté en todos los corazones (personales, individuales), sino cuando tome cuerpo también en estructuras que lo hagan posible, realizable, verificable.

La respuesta cristiana es «vivir como Jesús»: vivir confiados en las manos del Padre/Madre Dios, buscando el Reino-Utopía como lo más principal. «Lo demás vendrá por añadidura». El verdadero enriquecerse es amasar una única fortuna: la del amor, el favorecimiento de la vida, el descentramiento de sí mismo en favor del centramiento en el amor, las buenas obras con los más pequeños y desfavorecidos (Mt 6,19).

En torno a la segunda lectura

La intención de la carta a los cristianos de Colosas es afirmar la supremacía de Jesucristo por encima de toda realidad cósmica, terrena o supraterrena. Algunos pretendían introducir en la comunidad ideas filosóficas sobre el mundo de los poderes angélicos, y unas prácticas ascéticas inspiradas en ritos mágicos y mistéricos que confundían y amenazaban con disolver el misterio de Cristo entre los creyentes. Por eso, en el Himno Cristológico de 1,15-20 se presenta a Jesús como Señor de toda la creación y único salvador del mundo, revelación perfecta de la sabiduría divina, escondida durante siglos, pero revelada ahora en el Hijo, fuente de vida espiritual para el ser humano, de quien recibimos la plenitud. Es un himno, una poesía, poesía religiosa, una «reflexión» libre, un ejercicio creativo de belleza, que da rienda suelta y expresión a una vivencia «religiosa» y, por tanto, afectiva, estética, fruitiva… como tantas otras experiencias humanas. No hay que equivocarse y confundir este género literario con un tratado ontológico-metafísico-dogmático.

En ese contexto de pensamiento, el bautismo introduce al cristiano en la posesión ya presente de la salvación, no como algo conseguido de manera estática, sino en movimiento, en progreso, dinámico, y «en combate». El bautismo nos une a Cristo y nos hace participar de sus riquezas: “fuimos sepultados con Cristo y luego resucitados por haber creído en el poder de Dios que lo resucitó de entre los muertos” (2,12). Muertos y resucitados con Cristo debemos buscar lo que Cristo buscó, las cosas de arriba.

Dicho esto, sobre esta segunda lectura, hay que añadir una «nota crítica» para los fieles y los predicadores más críticos. Este fragmento de la carta de Pablo deja un sabor de boca agridulce, pues junto a la atracción espiritual que produce, sus imágenes suscitan una profunda insatisfacción: arriba/abajo, los bienes de arriba/los bienes de abajo, aspirar a los bienes de arriba y no a los de la tierra… Este claro dualismo de fondo, esa «esquizofrenia espiritual» que quiere hacernos creer que estamos en esta tierra (abajo), desterrados, caídos de nuestro verdadero mundo (el mundo de arriba), al que tenemos que volver, en el que seremos de nuevo manifestados en gloria tras nuestra muerte… es una visión de fondo, un «supuesto» que se cuela en las palabras de Pablo como «de rondón», sin siquiera ser mencionado, como una evidencia de fondo que ni siquiera hay que tematizar y discutir… Muchas personas con mentalidad realmente «de hoy», se sienten mal ante estos textos, y muchas veces ni siquiera pueden reaccionar en el nivel consciente, porque no descubren siquiera qué palabras concretas podrían descalificar, pero se siguen sintiendo mal.

Textos que ya van para dos milenios de antigüedad, y que llevan dentro –como una droga escondida no declarada– el platonismo helenista en el que fueran concebidos y expresados, no son buenos para vehicular un mensaje que ha de ser entregado en la rapidez de una liturgia que no permite mayores aclaraciones hermenéuticas. Tal vez mejor sería no abordarlos cuando no van a poder ser bien explicados. Pero en todo caso, los oyentes actuales tienen derecho a que los predicadores inteligentes digan una breve palabra que les tranquilice ante posibles malestares interiores. Pablo, misionero apasionado, sería el primero que hoy se quejaría de que sus palabras no sean purificadas del dualismo platónico que él mismo respiró en su ambiente helenista, un dualismo que hoy es absolutamente inaceptable en nuestra visión moderna y eco-céntrica.