La gran batalla religiosa de nuestro tiempo no es la que libran creyentes y no creyentes. Está claro que ese es un conflicto importante y ciertamente ruidoso; nunca antes las voces de los detractores de la religión habían sido tan numerosas, fuertes o seguras como las de nuestros ateos proselitistas de hoy. Pero más significativa aún que esta lucha, sin embargo, es el choque en las tradiciones religiosas. La batalla dentro de cada una de las tres grandes religiones monoteístas es entre sus versiones exotéricas y esotéricas. Desde mi punto de vista, la competición está tan avanzada que ya casi está decidida. Pero eso es adelantarnos.
Como el nombre sugiere, lo exotérico se centra en las expresiones externas de la religión. Su preocupación es el cumplimiento de los mandamientos divinos, la práctica de rituales y la celebración de grandes festividades. En su deseo por un credo y una práctica comunes, su tendencia es hacia la ley religiosa, y procura crear una sociedad moral y visible moldeada por esa ley. Formar una comunidad visible obediente públicamente al mandato divino requiere una visión social explícita, y la religión exotérica es abiertamente política. La meta, después de todo, es la realización del reino de Dios como realidad empírica; el propósito es la religión en su dimensión pública.
Lo esotérico, en cambio, ve como el objetivo de la religión no tanto la representación externa como la experiencia interior y la devoción del corazón; menos la liturgia pública que la búsqueda individual de Dios. La dimensión esotérica de la religión privilegia el efecto transformador del ascetismo y la plegaria. Busca una experiencia de lo divino más intensa, más personal y más inmediata que las disponibles a través de la ley o el ritual formal. El elemento esotérico en la religión encuentra su expresión sobre todo en la mística. Los místicos persiguen la realidad profunda de la relación entre los humanos y Dios: aspiran al conocimiento verdadero de lo que es en sí mismo la realidad última, y desean amor absoluto por lo que es en sí mismo infinitamente deseable.