Domingo XI Tiempo ordinario. 15 de junio

SUGERENCIAS

En nuestra sensibilidad no cabe fácilmente un pueblo elegido entre y sobre los demás, un pueblo “enchufado” de Dios. Tanto la 1ª lec como el evangelio hacen referencia a ese pueblo de Dios; en la 1ª, otorgando título de reyes y sacerdotes a los miembros de ese pueblo. ¿Existe un pueblo elegido? ¿Podemos negar nosotros a Dios la posibilidad de que sea así? Cada momento de la historia tiene su forma de ver a Dios y en la nuestra no entra el capricho y el favoritismo por su parte. El pueblo de Dios es el pueblo entero de los humanos de siempre.


Domingo 15 de junio de 2008XI Tiempo OrdinarioLecturas: Ex 19, 2-6ª. Rom 5, 6-11. Mt 9, 36—10,8. SUGERENCIAS

En nuestra sensibilidad no cabe fácilmente un pueblo elegido entre y sobre los demás, un pueblo “enchufado” de Dios. Tanto la 1ª lec como el evangelio hacen referencia a ese pueblo de Dios; en la 1ª, otorgando título de reyes y sacerdotes a los miembros de ese pueblo. ¿Existe un pueblo elegido? ¿Podemos negar nosotros a Dios la posibilidad de que sea así? Cada momento de la historia tiene su forma de ver a Dios y en la nuestra no entra el capricho y el favoritismo por su parte. El pueblo de Dios es el pueblo entero de los humanos de siempre. Pueblo de sacerdotes, es decir, garante de mantener abierta y permanente la relación con Dios, que en él y con él nos sitúa como señores de toda la tierra. En cada momento habrá un grupo especialmente atento e interesado por sembrar la certeza y la esperanza de que todos, absolutamente todos, son de Dios y tienen derecho a sus promesas. Y hasta pueden -si pueden- presentarse como modelo de referencia.

La mies del campo de Dios es inmensa y necesita obreros que la recojan y la reúnan. Por eso el evangelio, al hablar del pastor ausente, señala más hacia la reunión de los dispersos de ese pueblo que hacia la maduración de la mies de otras parábolas.

También la elección de los doce se enmarca en la referencia a la reunión del pueblo. Los doce como institución de Jesús son recuerdo y promesa, que parte del artificioso número de las tribus para orientar hacia un nuevo Israel, de doce, que, reunido en torno a su pastor, cumpla la misión de sacar adelante el reino.

Jesús se siente y sabe profeta y enviado a su país y su pueblo, no a fuera de él; ni entre gentiles, ni en Samaria. Es pastor que reúne a los dispersos y salva a los perdidos, pero de su pueblo. Jesús goza de la visión de las cosas que comparte con su tiempo y su pueblo, y se ve como pastor limitado e historizado. Bien que algunos quieran leer esas palabras excluyentes como señal del repudio de otros ‘caminos’ y otras convivencias (ciudad) que alejan o despistan del reino.

El reino se hace real y presente con los métodos que Jesús propone en su discurso: unir palabras y hechos. Multiplicar los signos del reino que ya brota entre nosotros: curaciones, liberaciones, resurrecciones. Hechas y anunciadas.

La 1ª lec y el evangelio coinciden pues en hablar de un pueblo reunido en torno a su pastor, simbolizado en los doce, que asegura a todos el acceso a Dios en las mismas condiciones que él (sacerdotal), que intenta acercar el reino con obras y palabras. Tras las recomendaciones de Jesús, quien parte al anuncio del Reino es él mismo (Mt 11, 1).

Y queda la importantísima 2ª lectura de Rom: imposible formular algo mejor y más claro para consolidar y dejar inamovible la certeza de la decisión de salvación de Dios para todos.

 PARA UNA POSIBLE HOMILÍA

Como ovejas sin pastor, dispersas y tristes, que provocan la compasión de Jesús. Su compasión desencadena la oración al Padre, la llamada y elección de los doce, y las instrucciones para su partida. Es cierto que todo este asunto de salvación depende en primer lugar del Padre, y es objeto de oración, pero su cumplimiento perfecto está ya  asegurado para siempre, como señala la 2ª lectura. A los llamados por él, les queda la tarea de la reunión para el reino. Reunión del pueblo de sacerdotes, reunión del pueblo nuevo, reunión de gestos y palabras; incluso con esa cierta restricción de no ir a paganos ni a Samaria para no distraernos, dando lecciones a los demás de todo eso de lo que nosotros todavía carecemos. Reunirnos, simplemente reunirnos unos con otros, para no presentarnos extenuados y abandonados unos de otros. Parece no urgir ya la tarea ecuménica entre cristianos con la excusa de la urgencia del acercamiento de todas las religiones. (El ecumenismo es caso evidente de palabras importantísimas y de peso -documentos consensuados-, pero sin el aval de gestos.) Reunión entre nosotros mismos y las diversas tendencias y posturas; la indiferencia y el menosprecio mutuos nos alcanzan a todos. Para esa reunión, hay quienes niegan su necesidad, otros sí la consideran importante manteniendo ellos el control de la misma, algunos la desean abierta con excepción para quienes no la querían, pocos la admiten y la fomentan tan abierta que incluya sus propias tensiones y hasta ruptura, para volver a empezar. La compulsión de desahuciar a los que disienten de nosotros es demasiado antigua entre los cristianos. La reunión de todos es la tarea simbólica y práctica de los “pastores”, de los “doce”, su razón principal. Labor de reunión constante y permanente como manera concreta de creer en la unidad. Mientras, las grandes palabras tratan de ocultar mezquinas acciones y, en nombre de la unidad, se esquiva la humilde reunión de los diversos; que diversos y diferentes y hasta enfrentados eran aquellos doce de los que se reivindica continuadora la Iglesia. Podemos hablar de la necesidad de la unidad, pero, si no aparecen los signos de la búsqueda perseverante de reunión de todos los extenuados y dispersos, perdemos toda credibilidad. La reunión de los diversos y divididos todos quizá surja más fácil y espontánea, si nos ponemos a la tarea múltiple de “curar enfermos, resucitar muertos, limpiar leprosos y echar demonios”; en una palabra, de proclamar la esperanza del reino que se acerca. Aun así, la complejidad de las relaciones humanas tampoco garantiza la reunión. Se requiere una delicadeza, previsión, generosidad, renuncia de protagonismo, tan altas y exquisitas que nos colocan en esos límites humanos que demandan la gracia a gritos.