Domingo 28 de junio – XIII del Tiempo Ordinario

Lecturas
Sap 1, 13-15. 2, 23-24  
Sal 29, 2 y 4. 5-6. 11-13  
2Cor 8, 7. 9. 13-15   Mc 5, 21-43
 

IDEAS PRIMERAS

                De nuevo, el tema de la sabiduría. No valoramos hoy, en general, a una persona sabia. Dicen que los pueblos antiguos sí y que se la vinculaba con la experiencia de la vida y la reflexión y  conclusiones sobre ella. El mayor acopio de las dos últimas, depende del paso de los años, que, en principio, le dan garantía. La sabiduría nos descubre las claves de interpretación del conjunto de la vida y de la muerte, ese punto de mira que nos hace comprenderlo todo y descubrir su coherencia final. Por eso la sabiduría exige colocarnos ante la vida y platicar con gusto y profundidad sobre ella. Dos cosas habituales en nuestro mundo nos la hacen casi imposible y, desde luego, poco interesante. Por un lado, las prisas, la urgencia y celeridad de cuanto vivimos y  emprendemos. Si algo nos urge, es claro que ya hemos descubierto la meta del vivir y morir y a ello nos dirigimos. Pudiera ser que no tengamos meta, pero convertimos el correr en todas direcciones como meta misma de la vida. Hay que correr mucho aunque no lleguemos a nada. “Hay que hacer algo”, aunque esté demostrada desde hace mucho la inutilidad de la propuesta. Hacer, y luego ya pensaremos. Con semejantes prisas, difícil y hermética cualquier sabiduría. Ni los sucesos pasarán a experiencias, ni la celeridad permitirá que nada nos asombre o interpele. Con las prisas, y el prestigio actual de todo lo que sea hacer, el menosprecio del pensar resulta inevitable. Abrumados, asfixiados, entre noticias y desgracias inasimilables por nuestra limitación, todo queda en la banalidad. Si algo repara nuestra atención, llega rápido algo que de manera inmediata nos reclama con fuerza y nos impide el reposo mínimo para asimilar lo anterior. Dificilísimo, si no imposible, construir así una sabiduría actual y eficiente. Corriendo, imposible salvarnos de la banalidad y, tan banales, qué otra cosa queda que seguir corriendo.

                Hablemos de mujeres, que hoy encontramos dos en el evangelio y son las dos decisivas y significativas. Una, pequeña, entre dormida y muerta, a la que Jesús toca y levanta con su mano. Otra, enferma de hemorragias continuas, que no se atienen a la periodicidad de las reglas. Los miedos ancestrales a la sangre, han ido levantando una muralla de leyes (Lev 15) que convierten a la mujer en un objeto permanentemente impuro y peligroso, que además genera de continuo impureza a su contacto. Es impura por la menstruación y por dar a luz. (Siempre, la sangre. Muchos hemos conocido purificaciones rituales en nuestra iglesia, tras dar a luz.) Ni su marido puede tener relación con ella en esos días, pues quedará también impuro. Cualquiera que la toque y cuanto ella toque, queda impuro también. Con todos estos hechos, se construye en la práctica una exclusión social para la mujer desde su primera regla a la menopausia. Si recordamos todo el sistema de purificación con ritos, sacrificios y dones al templo, sospecharemos que el peso mayor de la economía del templo recae finalmente en las mujeres. Más en concreto, es el cuerpo su problema (la mentalidad de la escritura en absoluto lo desprecia) y su sexualidad y los ciclos de su fecundidad y la transmisión de la vida. La identidad más íntima  de la mujer cuestionada de hecho, denunciada y publicada (Lev 5, 1-6) para el bien común. En este sistema, es el ser mujer en un cuerpo y sexo lo que aparta del Dios de la alianza. Su cuerpo, sus labios, sus manos, su piel, sus piernas, no son para expresar y recibir cariño. Son campo cercado y alambrado por su proximidad vital a la sangre, impedido de acercarse a esa fuente íntima de sí misma, de la que mana toda comunicación y brota mansa la ternura, inhabilitado de raíz para la paz y la armonía con ella misma. De estas tenemos hoy dos en el evangelio y en las dos son decisivos los cuerpos, los de ellas y el de Jesús.

                 1ª lec, del libro de la Sabiduría, un libro compuesto en Alejandría, en griego, pocos años antes de la vida de Jesús. Los dos breves textos que aparecen unidos en la lectura de hoy son positivos y rotundos en la afirmación del valor de la vida, incluso ante la realidad de la muerte. La muerte no es querida por Dios, está ahí, y sólo afectará a los suyos, los de su bando, no a los creados por Dios a su imagen y para la inmortalidad.

                2ª lec, del capítulo 8 de la 2Cor, dedicado a la colecta que Pablo se comprometió a realizar (Gal 2, 10) a favor de la Iglesia de Jerusalén. En sus principales cartas (Rom, Ga, 1 y 2Cor) insiste en este tema y lo convierte, no en cuestión económica, sino en acto de culto y agradecimiento a Dios. Y hace una lectura del misterio de Cristo en términos de pobreza y riqueza, en consonancia con el tema de estos capítulos. (Un gran teólogo protestante, Cullman, proponía en los años del Concilio, como ecumenismo real y fácil unificar las economías caritativas de todas las iglesias cristianas. Igual no era una gran idea, pero ni que decir que tampoco se ha conseguido; ni planteado).

                3ª lec, del evangelio de Mc en su capítulo 5. Forma parte del “atardecer” (que iniciaba el evangelio del domingo pasado) del día de las parábolas (Mc 4). El texto de hoy salta el exorcismo al endemoniado de Gerasa (el que se llamaba “legión”) y nos narra dos milagros que nada tienen que ver entre sí, pero que se insertan uno en otro en orden a la fe de los discípulos. Esto trata de reforzar el capítulo 5. Que sepan los discípulos que Jesús puede mucho más que los médicos y que vence a la misma muerte. Jairo ya cree que Jesús cura y hace vivir, pero quizá no los discípulos y la gente que le apretuja. Para ellos cura a la mujer que no podían curar los médicos, refuerza la fe de Jairo también, puesto ahora a prueba con la confirmación de la muerte de la hija, y lleva todos a la fe en la resurrección -no al simple recuperarse de la muerte- y provee que haya comida para la pequeña resucitada. Las dos narraciones gozan de cantidad de detalles que llamaríamos “muy humanos”. Unos relatos deliciosos. 

PARA UNA POSIBLE HOMILÍA

                El evangelio de hoy toma dos relatos para construir uno solo y dirigirlo al hecho fundamental de la fe en Cristo Jesús. Están los dos plagados de elementos característicos de la milagrería de su tiempo: gestos de rendición, contacto físico, palabras extrañas, ambientes cerrados y reducidos, energías sin control. De todo esto surge lo más importante, la relación de las personas y la relación con el misterio de Dios y de la vida. Jairo tiene fe. La mujer enferma, también. Cada uno a su manera. Los discípulos en medio, resaltando la obviedad de las cosas, sin sospechar su misterio. El relato de la mujer que gastó su fortuna con médicos sobreviene en el centro de la narración de la hija de Jairo para preparar, reforzar y dirigir la fe hasta la orilla misma de la resurrección del Señor. Con el jefe de la sinagoga nos quedamos expectantes. Irrumpe una mujer que resulta curada de su enfermedad. Con esa curación, somos empujados a la fe en Jesús hasta descubrirlo como fuente permanente de vida y bienestar.

                La mujer medio le roba a Jesús su curación; sin dar la cara, perdida en la muchedumbre que le apretuja por todas partes, roba una energía del cuerpo de Jesús que a ella le cura y le soluciona la vida. Pero no es todavía la fe. Jesús la busca, quiere verla y mirarla, quiere comprobar qué ha pasado entre su cuerpo y el de ella. Quiere convertir el robo en regalo personal y exclusivo. Y entonces, sí. En la mirada mutua, en el reconocimiento y reconciliación de los cuerpos -uno, perdiéndose de continuo; otro, emanando energía- en la revelación de la verdad profunda de cada una de las dos personas, brota la sanación del cuerpo y del espíritu, “con salud y en paz”. Nada han resuelto los tabúes y las prohibiciones. Todo, la comunicación honda de la verdad de la vida.

                Para más relevancia de lo que va a ocurrir, llegan de casa de Jairo a decirle que la pequeña ha muerto. La sensatez aconseja no molestar ni obligar a Jesús a desplazarse.  Jesús pide fe y proporciona tranquilidad. Con unos pocos llega donde la niña, la toma de la mano -también los cadáveres generan impureza- y la entrega viva, descansada y con apetito a sus padres. “Y se quedaron viendo visiones” ¿Quiere esto decir que estaba la hija muerta o dormida? ¿Son visiones o son lo real su erguirse, sus pasitos? ¿No se preguntaba cosas parecidas María respecto al “jardinero”? ¿Realmente les ardía el corazón a los de Emaús al conversar por el camino o eran visiones posteriores? ¿Tendrá que ver la fe con quedarnos viendo visiones?  ¿Tendrá que ver con todo lo real visto, los lloros y los gritos y hasta las ironías, tocados por la mano sanadora de la condición de los humanos?

                Ante la fe que crece poco a poco de los discípulos, Jesús ha podido con el mar envalentonado, con Satanás en el geraseno, con la sangre y la enfermedad de la mujer impura, con el sueño de la muerte de la niña de Jairo. Los discípulos se preguntarían, hasta dónde era posible creer en Jesús. Él, con sus actos, les ha respondido que hasta más allá de la muerte. Pero en todos estos hechos ha exigido a todos la fe.

                 J. Javier Lizaur