Domingo 24 de mayo – Ascensión del Señor

Lecturas
Hch 1, 1-11  
Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9  
Ef 4, 1-13  
Mc 16, 15-20
 

PRIMERAS IDEAS

                Hasta la reforma litúrgica, se celebraba la ascensión en uno de los tres famosos jueves “que relucían más que el sol”. Se cumplía literalmente la distribución temporal de las Escrituras, pero se fragmentaba el misterio central de la fe que es una resurrección que puede llamarse igualmente ascensión del Señor o distribución universal del Espíritu. Tres formas de designar lo mismo: la vida nueva instaurada en Cristo y en nosotros por la acción salvadora de Dios sobre el muerto Jesús de Nazaret. La distribución tradicional de 40 días para la ascensión y 50 para Pentecostés es de Lc (1ª lec) que enlaza las dos partes de su obra con esta narración. Lc utiliza en su obra los antecedentes de Elías y Eliseo para describir al Profeta de Nazaret. La narración de la Ascensión está construida sobre la despedida de Elías, que deja su manto a Eliseo (2Re 2).

                La ausencia de Jesús se convierte para el creyente en su más intensa presencia. Hay que dar palabras y hasta contar el hecho desconcertante de que Jesús está sin ‘estar’ en medio de nosotros, que el resucitado, el viviente, el encontrado en momentos de luz cegadora, pasa en general desapercibido, sin cesar por eso de obrar y actuar en nosotros su salvación. Es una “puesta en escena” preciosa. Responde a la cosmología tradicional del cielo y la tierra. Recoge la tradición de las apariciones y la confusión, hasta el final, del tipo de reino que se podía esperar de él. Cristo queda entronizado y abierta para siempre la cuestión sobre su vuelta definitiva y el trabajo intermedio. Todo, para una ausencia incomprensible y dolorosa, que pesa, y mucho, sobre el creyente amante de Jesús. Lo añora de continuo, pues cree que su presencia respondería, daría luz, solucionaría, muchas cosas. Lo añora, porque sabe la dulzura y paz de su compañía. Lo echa mucho e intensamente de menos, porque lo quiere de verdad, le ha tomado mucho cariño de sus experiencias con él. Sabe que él lo quiere con locura de dar la vida y de fidelidad completa. Nota que permanece en su amor. Hoy es el día más lógico para gritar con fuerza en el Espíritu y la Iglesia: “Ven, Señor, Jesús”. Y luego escuchar en el corazón: “Sí, llego enseguida”. Amen. (Ap 22, 20).

                En la fiesta de hoy queda patente una concepción del universo, básica para entender los textos sagrados, pero de la que nosotros no debiéramos echar mano con facilidad. Arriba, abajo, positivo arriba, negativo abajo, nubes, aguas, mares, monstruos, tiempos primeros, segundos, últimos. El esquema es algo más que simple esquema, cuando se aplica a Jesús y, partiendo del esquema cósmico, se pasa a afirmaciones sobre la realidad del ser de Jesús y su relación con los tiempos. El texto de Ef 4, 8-10 resulta modélico y como él, varios de Juan (3, 31; 8, 23; 17, 14). Nosotros somos de abajo siempre, aunque hayamos de tener fijos los ojos arriba. Para algunos, entre la nube y el aire claro, hoy pudiera hacerse referencia a la ecología.

                La semana que comienza con este domingo debiera de dedicar todo el protagonismo al Espíritu Santo. Sería el verdadero octavario al mismo. Buena ocasión para insistir siempre en alguien tan desconocido entre nosotros como el Espíritu Santo. O ni lo tenemos presente o le atribuimos cuanto sucede y de manera directa. Ocasión también en la semana para descubrir su importancia imprescindible en la liturgia, obra por entero del Espíritu creador y del Espíritu memoria de Jesús. Muy recomendable también una vigilia de Pentecostés, para la que habría textos abundantes y fundamentales en los libros litúrgicos.

                 1ª lec. Para los tres ciclos de la liturgia es la misma: la narración de la llamada ascensión en el libro de los Hechos. Con ella concluye el evangelio y con ella se inicia este libro, dando continuidad a una única obra. Para Lc, en toda su obra, es central Jerusalén y su templo. En esta ciudad y frecuentando el templo han de esperar el don de Dios, impulso del anuncio y del testimonio. En el templo comienza y concluye su evangelio y desde Jerusalén se extenderá hasta el confín de la tierra (Hch). Para Lc no es necesario volver a Galilea. Todo el evangelio, en el esquema sinóptico, es subida a Jerusalén. Y es ya perfecta, cuando, de Jerusalén, además culmina en el cielo, junto a Dios. Las palabras de Jesús insisten en que no especulemos con fechas y tiempos sobre el final, e insistamos día a día en el testimonio. El texto deja clara la tensión entre el cielo y la tierra, entre desentendernos de la vida y la historia o perdernos en la lucha diaria, en la invención urgente de formas nuevas de testimonio. Propone unir las dos partes, pacificar la tensión, con la certeza de que el Señor volverá.

                2ª lec. Para el ciclo B es un texto de la 2ª parte de Efesios. Una llamada a la unidad, partiendo de la diversidad. Siempre actual y difícil. Primero insiste en la unidad perfecta que prestan el Espíritu y la fe común. Unidad que nos alcanza como una inmensa corriente desde el Padre, “que lo trasciende todo, lo penetra todo, y lo invade todo”. Luego se detiene en la enumeración de dones diferentes que conducirán a la unidad perfecta de plenitud en Cristo. Para explicar la distribución de estos dones recuerda la centralidad de Cristo elevado hasta el cielo tras conocer la tierra para desde allí abarcar el universo entero con sus dones o su don que es el Espíritu. Plenitud del universo, de los humanos, de Cristo en la unificación y concordia total.

                Ev. Es un segundo final agregado al del evangelio de Mc. Busca reunir y sintetizar elementos recogidos en otros escritos. El Ev acababa en el misterioso: “y a nadie dijeron nada del miedo que tenían”. Alguien y muy pronto agregó este segundo final. Jesús está en Dios, los discípulos ‘pregonan’ el evangelio y Dios los acompaña multiplicando a su lado los signos de la vida nueva ya presente. Son los signos que ha enumerado un poco antes que acompañan a los que crean. Entre anuncios y signos, avanza el reino que nos llega de Dios por Jesús entronizado a su derecha. 

PARA UNA POSIBLE HOMILÍA

                ¿Qué hacéis ahí mirando al cielo? Pero, ¿quién mira al cielo? Con la cantidad de cosas urgentes y espantosas de la tierra, que requieren nuestra atención y fuerza. ¿Quién mira al cielo, entre la sonrisa y hasta el reproche de muchos que no ven en esa actitud otra cosa que alelamiento o miedo de las cosas de la tierra? Cuando se escribían los textos del segundo testamento, el peligro mayor consistía en mirar mucho al cielo, a la salida del sol en oriente, por ver si llegaba el Mesías y su salvación. Tras XX siglos nadie mira o espera así la llegada del Señor y la dificultad mayor puede situarse en no mirar nunca al cielo. Sabemos que no existe eso del cielo y que la belleza de los espacios la ponemos nosotros y nuestra imaginación. ¡Qué tontería mirar al cielo sin más!

                 Pocas cosas más inútiles en apariencia y más importantes para la belleza. “Cuando contemplo el cielo de innumerables luces adornado”. Miro al cielo y no me miro a mí mismo. Miro al cielo y me pierdo en su inmensidad. Miro al cielo y titilan estrellas y lucen planetas y descubro matices de luz y de color. Miro al cielo y respiro hondo, mientras escucho sólo un silencio imponente.

                Algunos no podemos vivir sin mirar al cielo. Ignacio de Loyola, ya mayor, subía a la azotea de casa, se quitaba el bonetillo, miraba las estrellas y lloraba, lloraba. Se puede o se debe mirar al cielo para respirar mejor de los agobios de la tierra. Se puede mirar al cielo y soñar para resistir y mantenerse firme en las luchas y búsquedas de la tierra. Se puede mirar al cielo para esperar una salida positiva, aun lejana, a las historias de aquí. Mirar al cielo especializa en paciencia y en descubrir levísimos matices.Nuestros tiempos son más de urgencias y de presentismo. Escuchamos y repetimos -y es verdad- que hemos de apurar el presente, disfrutar de él, librarlo de obsesiones por el pasado o el futuro que terminan por anularlo. Vivamos el presente. Un día Jesús tuvo una visión: veía los cielos abiertos y a los ángeles que subían y bajaban (Jn 1, 51) Ya está el cielo abierto para siempre. Se ha introducido Jesús, el muerto resucitado, se ha sentado junto a Dios para que nadie nunca cierre el cielo y por él podamos colarnos todos.

                 Un creyente, por muchos peligros que acechen, no puede dejar de mirar al cielo. Sabe que ha de volver su Señor. Es razón suficiente para echar un vistazo al horizonte por si capta cualquier día una indecisa señal. Sabe que vendrá. Sabe que Dios terminó su obra y vio que era muy buena (Gen 1, 31). Mira al cielo desde la tierra y lo recuerda, él, partecita insignificante del conjunto inmenso, para certificarse de que es un conjunto muy bueno, excelente. Sabe mirar al cielo y descubrir un futuro cercano y lejanísimo de planetas y partículas, siempre abierto al futuro de los humanos, acogido en la inmensidad de Dios creador y salvador a la vez. Para que no se nos despinte la belleza, para que podamos descubrir que el Señor viene, para respirar de los apuros de la tierra, para soñar sin descanso, para no renunciar a las promesas que encierra, para volver la vista a la tierra sin miedos y recelos, hemos de mirar y mucho al cielo. Hombres de Galilea, creyentes todos, ¿qué hacéis que ni miráis al cielo? Agobiados del presente, cansados ya de descubrirlo irremediable para nuestra fuerzas, no dejamos de mirar al cielo, descansamos nuestros ojos cansados en la tibia oscuridad y estamos seguros de que algo nuevo viene. En la inmensidad, una luz la atraviesa y el Espíritu viene.

                 J. Javier Lizaur