Domingo 2 de agosto – XVIII del ordinario

Lecturas
Ex 16, 2-4. 12-15
Sal 77, 3-4. 23-25. 54  
Ef 4, 17. 20-24  
Jn 6, 24-35
  

REFLEXIONES PRIMERAS               

            Es muy frecuente en los discursos del evangelio de Juan los “malentendidos”. También nosotros, en nuestras lenguas, nos encontramos con ellos frecuentemente. Entender mal, entender al revés, no entender, hemos de contar con todo eso, aunque nos desagrade. Forma parte de nuestras limitaciones y de las del lenguaje. Demasiadas veces o no prestamos atención, o estamos tan encerrados en nosotros y nuestros asuntos que no somos capaces de asumir lo que alguien quiere transmitirnos. Tenemos que contar con las limitaciones propias en nuestro comprender y entender. Puede que quien quiere hacerse entender tenga todo tan claro o sea tan inteligente que nos supera sin remedio y nosotros no nos atrevemos a pedir que nos lo aclare. Nos rendimos o nos resignamos a los malentendidos. Si asumimos un malentendido como tal y nos atrevemos a la aventura de solventarlo, es muy posible que en la conversación, en la búsqueda de lo no alcanzado, abramos caminos nuevos, rastros insospechados, hacia otra cosa, hacia otra verdad más allá de lo que se dice y de lo que se comprende. Los malentendidos, si no se orillan o ignoran, si se toman en lo que son, abren posibilidades a los interlocutores. Nos pueden enseñar nuestras limitaciones, el valor del diálogo, las posibilidades en la intercomunicación sincera, la igualdad de todos ante la lengua, y, sobre todo, nos posibilitan aspectos nuevos y verdades desconocidas, nos abren horizontes por recorrer. Los malentendidos regalan humildad y paciencia, y ofertan un plus en el común entendernos y comunicarnos. Surgen como obstáculo y pueden terminar como palanca. Así sucede en el evangelio de Juan y en sus discursos.

Hoy escucharemos historias del maná, término difícil de concretar en un producto determinado. Para algunos, su mismo sonido tendría que ver con la expresión “¿Qué es esto?”. Me gusta especialmente esa tradición de que al que recogía más de lo debido se le estropeaba para el día siguiente y al que recogía poco se le multiplicaba. Sería el “país de las maravillas” donde eso sucediera en todos los ámbitos, el trigo y la lluvia, el dinero y el afecto, los campos y posesiones. Todos con lo justo y suficiente para cada día, cortando de raíz la posibilidad de acumular y especular luego. El respeto al día del sábado, y a su Dios que lo guardaba y ordenaba, incluía que el maná del día anterior durase para dos. El maná expresaba ante todo la completa dependencia de Dios, su protección garantizada e incesante, en un lugar como el desierto, “inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una gota de agua” (Dt 8, 15). En el maná se recogía toda la solicitud de Dios por su pueblo.  Aun así, el pueblo se hartó del maná, le resultaba insípido y trabajoso (Nm 11, 4) y añoró las ollas de la esclavitud. Todos los signos, por lo visto incluso los previstos por Dios, terminan cansando y van quedando vacíos de sentido. No habrá que alarmarse mucho si a nuestros signos les pasa lo mismo.               

Aunque es un tema para plantear muchas veces en la vida, y más si va ya avanzada, no quiero dejar pasar la ocasión de que nos preguntemos todos con sinceridad, como para respondernos a nosotros mismos. ¿Por qué seguimos a Jesús? Partimos de una cierta costumbre y tradición cristianas en las que hemos sido bautizados y educados. No quiero eso decir que sigamos a Jesús por costumbre. Seguro que la hemos actualizando y la hemos ido convirtiendo en nuestra misma carne. Pero, ¿seguimos a Jesús desinteresadamente, entregando a ciegas nuestra tarea al reino? Son fáciles los descuidos para terminar esperando del seguimiento de Jesús otras cosas más interesadas o interesantes para nosotros en concreto. ¿Esperamos estar mejor protegidos de males y desgracias, mejor protegidos del error y el desamor, de la enfermedad y la desgracia enconada? Reconozcamos que quizá por seguidores de Jesús se nos escucha o se nos paga dinero o gozamos de fotos y prestigio; reconozcamos que, sin Jesús cerca, al que defendemos y anunciamos, pasaríamos desapercibidos, perdidos en el anonimato de casi todos los humanos. Seguimos a Jesús desinteresadamente, pero reconozcamos las ventajas claras “colaterales” que nos proporciona ser sus seguidores. ¿Por qué seguimos, hemos ido siguiendo a Jesús?                

1ª lec del libro del Ex.

Como casi siempre, la 1ª lec quiere proporcionar una lectura del Ev desde sus puntos de vista. Jesús se presenta como nuevo maná, y con más pretensiones. Es más que Moisés, viene de Dios mismo y comer de él alimenta hasta más allá de la muerte.               

2ª lec de nuevo de la carta a los de Éfeso.

Como la del domingo pasado, pertenece a la última parte de la carta y ofrece orientaciones concretas para la vida nueva en el Resucitado. Ofrece una exhortación moral que parte de la oposición antes y ahora o bien ellos y nosotros. Introduce un “en cambio”, algo inquietante: ¿siempre lo cristiano se construye en oposición, con un “en cambio” respecto a los no bautizados? ¿Cabría quizá una continuidad más que una simple ruptura? Mejorar y perfeccionar (sólo Cristo es lo perfecto) todo lo más humano nuestro puede que no siempre implique un cambio en redondo. ¿O es verdad siempre aquello de que las mejores virtudes humanas son vicios para el creyente?               

3ª lec, continuación del cap 6 del evangelio de Jn.

La gente, tras la multiplicación de panes y peces, quiere hacer rey a Jesús y él huye solo. Saben donde buscarle y acuden a Cafarnaún. Sabremos, al final del capítulo (59), que el discurso tuvo lugar en la sinagoga. Antes de la parte central del discurso de Jesús sobre el pan de vida, ofrece el texto una especie de diálogo introductorio, con varios malentendidos: sobre el trabajo, nuestro y de Dios, sobre la autoridad de Moisés, y sobre el pan verdadero.  

UNA POSIBLE HOMILÍA               

En plenas vacaciones, muchos disfrutamos de un descanso, sólo injusto por no estar al alcance de todos y cualquiera. Jesús lo intentó para sus discípulos (Ev de Mc de hace unos domingos). No lo consiguió del todo ante la demanda de la gente, y asumió él, no los discípulos que venían de trabajar, esa tarea. El trabajo cansa, sea del tipo que sea. Estamos condenados (?) a él (Gen 3, 18 y 23) y de él comemos. Pan para comer y trabajar, y trabajar para el pan.               

Pero, según Jesús, hay otro pan, que es él, y otro trabajo, que es creer en él. ¿Es trabajo, tarea, afán, creer en Jesús? Estábamos ya convencidos de que creer en Jesús es un gozo profundo y una alegría intensa. Ahora, él nos dice que es un trabajo, que requiere esfuerzo. Trabajarse la fe, día a día, para que no se nos quede como un vestidito de niño pequeño, cuando somos adultos. Adaptarla, exprimirla, para que dé de sí cuanto tiene dentro y responda a las necesidades que nos va imponiendo la vida. No es igual la fe de niño y la de adulto y la de adolescente. No es lo mismo creer en la salud que en la enfermedad, en la prosperidad que en el fracaso. No puede ser lo mismo la fe del Papa y del fiel. El trabajo de la fe puede ser muy duro. Que se lo digan a Jesús de Nazaret en su lucha en la escena de Getsemaní, o en su grito del Calvario. Es muy duro creer cuando los signos no acompañan, o son tan débiles y discutibles que a nadie parecen tales. Es difícil creer si el entorno no acompaña, si la comunidad ni existe. Creer en el funeral y creer en el bautismo, sólo puede coincidir si el nuevo folclore oculta todo signo cristiano y banaliza hasta los límites mismos del vivir.               

El trabajo de la fe tiene todo que ver con el trabajo del vivir. ¿O no lo es el vivir? Frente a la rutina, el miedo, el escepticismo, frente a dudas e inseguridades que agudizan el hambre y la sed de ser, es trabajo bien duro el creer y mantener esa esperanza que es de lo que se trata en la fe (Hb 11). Una célebre monja en TV afirmaba que “creer es estar contento de ser como soy. Y saber, de alguna manera, que mi vida no es inútil, que hay Alguien a quien le agrada que yo viva.” Y creo que ésto exige realmente una atención y hasta un esfuerzo constante para tomárselo en serio con sus consecuencias y para no asustarse ante un trabajo tan limpio de fe.               

Los judíos, con sincera voluntad, querían trabajar en las obras de Dios, en su trabajo. Sólo, que la obra de Dios, aquella de la que está orgulloso, es Jesús y  nosotros asumidos en él. Y lo de trabajar por Jesús no les resulta tan claro. Más bien que trabaje Jesús por ellos, y continúe con sus signos de curar y multiplicar el pan y los peces. Pan del cielo no hay más que uno, el que procede del misterio mismo de la intimidad de Dios. Ese pan no se pierde, y quien lo come tiene garantía de vida para siempre. Jesús, más que Moisés, muestra por todas partes sus signos de que salva. Se ofrece a que se lo coman entre todos y crezca así la vida del mundo entero. Se ofrece para que quien lo coma tenga vida y vida abundante. Por eso Juan, al concluir la parte primera de su evangelio, tiene plena conciencia de haber escrito para que quien lo lea tenga vida en lo que fue e hizo Jesús, en su nombre (Jn. 20, 31). El escrito entero es “pan de vida”. Y tras comerlo y asimilarlo en el Espíritu, el creyente no pasará hambre ni sed de ser eso que todos soñamos: sin muerte y colocados en los límites mismos de Dios.               

“Señor, danos siempre de ese pan”. Comeremos y beberemos de ti, que eres mucho más que el pan. Lo asimilaremos hasta que tú te confundas en nosotros. Será nuestro más personal trabajo esta  digestión. Descubriremos en nuestro vivir diario que tú sí eres el pan de la vida.

                 J. Javier Lizaur