Domingo 10 de mayo – V de Pascua

Lecturas
Hch 9, 26-31  
Sal 21, 26-28. 30. 31-32  
1Jn 3, 18-24  
Jn 15, 1-8
 

IDEAS SUELTAS

                Si el domingo pasado la imagen fundamental del evangelio era el pastor, en el de hoy es la viña. Más exactamente, la cepa, la vid concreta de tronco único. La viña era imagen bien conocida de todo Israel. Podemos recordar el poema de Is 5 o el de Ez 15 sobre la viña, en este segundo texto engreída y devastada. Parecido al relato de Mt 21 con el castigo a los viñadores y el cambio de arrendatarios. El salmo 79, que comienza con una invocación al Pastor de Israel, pasa luego a centrarse en la contemplación de una viña destrozada, pero que contó antes con todo el cuidado y el mimo del Dios del universo. Esa cepa enorme que llenó el país, de pámpanos como cedros, que abarca del mar al Eufrates. Una vid que abarca el mundo entero, que llena de sustancia y vida a cuantos posibles brotes existen, como árbol cósmico que da sustancia a creencias o religiones. Esa vid única que algunos entendieron como expresión de la Ley santa, alimentada en la Sabiduría divina. Todas estas referencias de la vid, habituales en su tiempo, están en la base de las palabras que hoy pone en labios de Jesús el evangelio.

                 Otra palabra clave en el evangelio de hoy, y en todos los textos de la tradición de Juan, es “permanecer”, repetida sólo hoy varias veces. Perseverar al lado, junto a otro. Lo importante de ese permanecer será la ‘permanencia’ indestructible, la misteriosa identidad y separación del Padre y del Hijo. Cualquier permanecer, por pobre que sea, ha de tener ese punto de mira, ese horizonte. Y colocados en el misterio de Dios, somos nosotros parte del mismo por nuestro permanecer en el Hijo que permanece en el Padre. Alta teología, en apariencia. Más bien, alta experiencia. O sencilla experiencia, puesto que este vivir entroncados en la vid de Jesús debe de ser tan normal que ni lo notamos, como el aire o la salud cuando son buenos. Si creemos en la resurrección del Hijo de Dios, llamado Jesús, si creemos en el Espíritu que lo resucitó, creemos en nuestra resurrección y nuestra vida individual y actual en él y, en consecuencia, en nuestro vivir en Dios, vinculados permanentemente a Jesús, llamado Hijo de Dios, por su Espíritu, la única savia que da vida a todo: a Jesús, encarnado por obra del Espíritu, resucitado de la muerte por él (Rom 8, 11); a nosotros, bautizados no en el agua sino en el Espíritu (Jn 3, 5-6); al universo -y en él se mueve con total imprevisión y como quiere (Jn 3, 8)-; al misterio de Dios, vida única y fontal, aglutinado en el Espíritu. Permanecer en él, tiene mucho más que ver con el Espíritu que con nosotros. Permanecer en él nos resulta tan rico, tan perfecto e inmenso, que no es posible sea obra nuestra. El “permanecer en mí” no es otra cosa sino perseverar abiertos y disponibles al Espíritu imprevisible, savia exclusiva de esta “santa viña” que es la vida y el existir, y que llega hasta los límites más infinitesimales del universo. 

                La 1ª lectura, del libro de los Hechos, nos deja entrever grupos muy diversos en el bloque de los seguidores de Jesús y de ello se deriva el diferente trato que dan a Pablo. El grupo judío y helenizante, tan cercano al propio Pablo, es el que desencadena su salida de Jerusalén y su vuelta a Tarso. Con todo, la Iglesia, el conjunto vario y unificado en torno a Jesús, gozaba de paz y se movía animada por el Espíritu Santo.

                La 2ª lectura continúa con el texto de la 1ª carta de Juan. Una llamada a la autenticidad: no bastan las palabras hermosas. La apelación a que Dios es más que nuestra conciencia puede inducir al temor -pues escapa a todo control conocido-, o a la confianza plena -pues el Dios misericordioso se encarga de ese juicio último-. La conciencia personal parece ser la instancia última, pero aun esta está sometida al juicio de Dios. La conciencia no condena si cumple los mandamientos, que en esta carta no son otros que creer en Jesucristo y amar a los hermanos. No muy diferente de lo dicho en Mc 12, 30-31. Creer en la carne de Jesús, portadora e iluminadora del pleno misterio de Dios, y atender las condiciones concretas en su carne de los hermanos que sufre y padecen o simplemente viven.

                El Ev pertenece a los discursos finales que este evangelio pone en boca de Jesús. Al 2º bloque (15-16), pues el cap 14 ha concluido en un “levantaos y vámonos de aquí”. Parte de la alegoría de la vid. No la viña, sino la vid, la cepa única de la que todos los sarmientos, buenos y malos, brotan. Con una savia “que lo invade todo, lo alcanza todo y lo penetra todo”. Para afirmar repetidamente que no es posible vivir sin esta inserción en la vid y sin esta savia. El segundo apartado se centra en “permanecer”. Otra forma diferente de hablar de esa inserción ineludible. El texto habla también de los frutos. Entre ellos, la oración citada ya al final y, sin duda, la obediencia a los “mandamientos” de Dios, es decir, atenerse a buscar y mantener y prolongar sus frutos de salvación en la actitud y la línea de Jesucristo. Y entre los mandamientos, el tan insistido en estos discursos del amor mutuo.

PARA UNA POSIBLE HOMILÍA

                Nos movemos hoy entre la comunidad (1ª lec), el amor mutuo auténtico (2ª) y la vinculación insoslayable, casi diría inevitable, a Dios y su misterio total (Ev). La vida del creyente aparece con frecuencia en tensión entre la acción salvadora-humanitaria y la fruición intima del amor más verdadero y pleno, el de Dios. ¿No lograremos vencer la tensión para disfrutar de la unión completa de esos dos extremos? Se diría que la limitación del ser humano le impide abarcarlo todo, y que, si presta atención a los hermanos y sus concretas necesidades, olvida el inmenso amor con que somos creados y salvados. Estamos limpios por la palabra proclamada hoy entre nosotros. La conciencia no nos arguye gran cosa en nuestra mediocridad. Caso de que no fuera así, ahí está Dios tan inmenso que, al conocernos bien, nos ama y nos perdona. Creemos que esta carne nuestra, débil y apasionada, enferma y fuerte, ha sido capaz de recibir el misterio de Dios en ella y ha transparentado su gloria en la carne, como la nuestra, de Jesús de Nazaret. En la marcha hacia el Padre, pasando por el punto de la cruz, Jesús nos habla de permanecer en él. ¿Nos lo pide o nos lo ordena? Sabe lo que nos jugamos, porque él se lo ha jugado también, y al bordear la muerte, nos pide con insistencia, plenamente convencido, que no nos separemos de él. Se queda solo ante la muerte y quiere que no nos apartemos. Afronta toda la inmensa fuerza de Dios sobre él para resucitarlo y quiere que nos pille unidos a él. Nos lo pide. Es una petición tan perentoria, tan urgente y clara, que se nos convierte en mandamiento. Sobre todo, si nos creemos que sin él no podemos hacer nada. Sin fuerzas, sin pies ni brazos ni ojos ni manos, no podemos. El poder y el querer nos vienen de Dios. Sin ellos ni somos ni podemos mucho. ¿Cómo lanzarnos a querernos todos, a desvivirnos por todos, a perdernos entre todos, a la hoguera inmensa del amor y la entrega sin límites? Sólo en Dios y desde Dios. Permanecer en el Señor, aunque sea sólo por poder seguir creyendo y soñando cosas tan difíciles y sobrehumanas. Permanecer en él, para no perder la ternura cuando nos esforzamos y corre peligro nuestra misma vida. Permanecer en él, para cuando acunados en el dulce gozo del Señor, oigamos gritos en favor de la justicia. Permanecer en el Señor para cambiar, para proclamar, para avanzar, para esperar, para resistir, para no dejar de soñar y para hacerlo todo con gusto. “¿Quién nos apartará del amorque Dios nos tiene? (…) estoy convencido de que (…) nada de lo creado podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8, 35. 39) Por el amor que Dios nos tiene, permaneceremos en su amor. Y el fruto más deseable de ese permanecer será la permanencia misma. 

J. Javier Lizaur