Tras los tiempos de Pascua y su conclusión en Pentecostés, retornamos en la liturgia al llamado “tiempo ordinario”. La fiesta de la muy santa Trinidad y la del Cuerpo y la Sangre de Cristo, disimulan este retorno. Pero, este año, el día 1 de junio, nos colocamos inapelablemente en el tiempo “ordinario”. No resulta ni tentador ni sugerente lo de llamarlo así. Por lo visto, hay otros tiempos no-ordinarios, extra-ordinarios.
¿Quién convierte los tiempos en ordinarios o no? ¿Hay unos tiempos en que Dios se vuelca sobre nosotros de manera diferente o más intensa? ¿O somos nosotros los que prestamos una atención especial y más honda a unos tiempos que a otros, siendo todos ellos iguales? No me parece que Dios haga estas diferencias, pues si en unos fuera su presencia y acción más intensa, en otros habría de disminuirla, y no creo sean estas maneras de un Dios que no sea puro ídolo y proyección nuestra. Son todos tiempos de Dios y sólo nuestra atención e implicación los diferencia. Que no sean pues estos tiempos, ni pascuales, ni navideños, tiempos ordinarios, pues nuestro Dios y su acción todo lo convierte en extraordinario. Sin embargo, hemos de reconocer que para nosotros es más difícil prestar atención a estos tiempos tan ordinarios, tan irrelevantes, tan normalitos; más todavía, sin entran en el bloque de las llamadas vacaciones. Sin las alegrías pascuales o navideñas, sin los apuros y angustias cuaresmales, nos tocan tiempos normales, esos en los que Dios sigue viniendo a nosotros con normalidad, es decir, con esa su normalidad que todo lo trastorna siempre y hace de los tiempos normales, tiempos para la salvación y el amor, para el desbordamiento habitual de su generosidad que nos humaniza, nos recrea, nos llena de esperanza y alegría. Tiempos extraordinariamente ordinarios para la confesión en el Dios vivo y salvador.
Lecturas
Atendiendo más a las lecturas, nuestro Dios ordinario nos deja hoy unas muy expresas llamadas a creer menos en nosotros mismos y más en él; a no creernos tan protagonistas de nuestra propia historia y salvación. Él y sus propuestas todas generan bendición y maldición, según las sigamos o no. Estamos pendientes de sus palabras siempre, aunque broten tantas veces de lo más escondido de nuestro interior (1ª lec). Pero estas palabras no son precisamente las de la ley, sino las de la presentación de nuestro Señor Jesucristo en nuestra carne, que justifican la existencia de todo humano, por débil y hasta malvado que sea (2ª lec). Las palabras siempre vivas de Jesús, son como ley para nosotros, son nuestra consistencia y solidez más hondas. Pero aun esas santas palabras están sometidas a la apelación última de la sinceridad de nuestro interior, a nuestra docilidad a un Dios tan ordinario que se sirve de nuestra conciencia y nuestra interioridad para determinar nuestra devoción y entrega verdadera a él (Ev)
José Javier Lizaur