12 de octubre, XXVIII del ordinario

12 de octubre de 2008Domingo XXVIII del tiempo ordinarioIs 25, 6-10. Sal 22. Fil 4, 12-14. 19-20. Ev Mt 22, 1-14 DE BODAS Y FIESTA            Las fiestas de bodas son imagen del reino. No sólo por el sacramento -ese entramado visible-invisible-, sino por la fiesta. Hoy la 1ª lec y el Ev nos hablan de banquetes, y el segundo es de bodas. También en el Ev de Jn y en el Ap y en alusiones de Pablo, las bodas son el signo y la imagen del futuro del reino, de la relación de Dios y los humanos.

Nuestras bodas y sus banquetes, ¿pueden ser signo de algo? El banquete del reino es gratuito y universal; los nuestros caen en el feo cálculo de la proporción entre gasto de banquete y regalo, o en la reciprocidad de ‘me invitaron, tengo que invitar’. La apertura y universalidad son difíciles hoy en día: ya se procura calcular bien las mesas y su situación para evitar roces, tensiones y altercados entre desconocidos o demasiado conocidos. La abundancia, generosidad y dispendio son proverbiales, y cada vez es más común el comentario del exceso absurdo en algo que es casi imposible comer al completo. Las invitaciones hacen de rápidos criados que extienden el conocimiento anticipado de horas, fechas y lugares: no hemos cambiado en el malestar o la ofensa por la ausencia no bien justificada. Los trajes de fiesta han vuelto con fuerza de forma que la manera de vestir de las personas nos proporcionan claros indicios de que van de boda. La alegría es una constante antes y ahora. Siempre buscada, corre riesgo de no mantener la proporción y naturalidad. Se transforma casi en reto de cuál de las bodas es mejor y más alegre. La alegría forzada es penosa, pudiendo terminar bien tristes nuestras fiestas de bodas. ¿Son signo? Sí que lo son para quien tiene el corazón abierto y “ve con los ojos y oye con los oídos y entiende con el corazón hasta convertirse y curarse” (Mt 13, 15b). El gozo y la alegría necesarios y necesitados, su búsqueda hasta con equivocación, la ruptura del tiempo monótono de todos los días, la abundancia deseada por todos, los signos externos -vestidos- y ritos que nos colocan ya en fiesta de antemano, el gusto por la convivencia, el placer por lo que tiene todas las pintas de felicidad. Y todo esto, si es verdadero, cura y cambia a las personas. Aun con excesos y errores, las fiestas de bodas, y su desmadre, son y serán signos del reino ante una cierta mirada, una connivencia en profundidad.             La 1ª lec, de Is, es una preciosa perspectiva de eso que tan sosamente llamamos cielo. Tiene mucha más vida y concreción, resulta estimulante y tentador: manjares suculentos, vinos generosos. Nunca hablamos así del cielo. No será así, pero tampoco de las otras maneras. Con aire algo triunfalista y provocador (pero éso entonces qué importará) diremos a todos: “Aquí está nuestro Dios de quien esperábamos que nos salvara” Ya lo veis, ya lo ha hecho. “Gocemos con su salvación”.            La 2ª, de Fil, es conclusión de la carta y recoge la disposición de Pablo a aceptar con alegría lo que se presente, dando ocasión a que se manifieste en él lo espléndido que Dios es.            El Ev, tal como lo leemos, recoge dos parábolas distintas. La 1ª, hasta el verso 10, como la del domingo pasado se dirige a los sumos sacerdotes y fariseos. La 2ª, del 11 al 13, a la comunidad. Las bodas en la Escritura son expresión máxima de comunión e intimidad entre Dios y su pueblo. Los invitados no piensan ir; aducen excusas nada adecuadas para tal banquete: las riquezas poseídas o buscadas, y terminan en el maltrato y asesinato de enviados y profetas. En el verso 7 resuena la destrucción de Jerusalén. Y la nueva convocatoria, ya por los caminos, recoge ‘a buenos y malos’ en la sala de la comunidad cristiana, la Iglesia. La nueva parábola se dirige a los de dentro, a la comunidad: es preciso el bautismo, la respuesta a la convocatoria, para participar del banquete. Y la conclusión del verso 14 no tiene sentido en el conjunto, ni en la 1ª ni en la 2ª parábola. IDEAS PARA UNA POSIBLE HOMILÍA.            Lo atractivo y placentero de la salvación, expresado en un banquete y un banquete de bodas. Hacemos bromas a veces del paraíso del Islam y sus huríes. El nuestro es descarnado y ajeno a la vida, tanto que resulta a veces más “interesante” y cercano el infierno que presentamos. Si la salvación es algo real, ha de arrancar de la vida, ha de ser afirmación de la vida, lo único real a nuestro alcance inmediato. Una salvación atractiva, tentadora, tendrá que brotar y mantener la vinculación con la vida misma, sus placeres, sus deseos. Responderá a las necesidades de los sentidos para que sea humana, los plenificará para que sea divina. Un banquete de manjares suculentos y vinos generosos (1ª) nos satisfará. Una boda será el encuentro y la unión más íntimos posibles de lo humano y lo divino. Pero hoy lo real del banquete son pan y vino, alimentos sencillos y pobres, para saciar cualquier hambre, calmar toda sed y embrujar toda idea y futuro. Lo real de las bodas es todas las bodas presentes, que van saliendo con éxito y gozo adelante, para soñar la intimidad total y perpetua de Dios con toda la humanidad. En comidas y en camas entrevemos qué puede ser el encuentro con Dios.            Llamados, invitados, a esta comida y esta unión, ¿qué hemos respondido? En el bautismo nos revistieron de una túnica blanca (léase pañuelo). También es regalo, nos la dan (Ap 6, 11). Lino de blancura deslumbrante de buenas obras (Ap 19, 8). Es nuestra respuesta mínima. Nos han escogido, nos ha llamado Dios de todos los caminos de la vida. Hemos llegado sucios y limpios, ágiles y cansados, buenos y malos. Pero dentro de casa, sentados al banquete, se nos pide a todos una blancura que nos regalan de entrada, la del agradecimiento; el estar contentos y felices de la mesa, las compañías y las bodas. Tranquilos, porque lo que se nos oferta de inmediato bien merece la pena. Nos ofrecen a tope y sin límite las cosas más elementales y profundas que deseamos siempre y nunca nos cansamos de disfrutar. “Aquí está nuestro Dios del que esperábamos que nos salvara” (1ª) y nos salva de todo lo que hemos ido perdiendo en la vida y nos regala lo que siempre y más hemos deseado. A él, las gracias sinceras.            Y todo en presente, ahora mismo, pero con dimensiones humanas, limitadas. Aquí el banquete, aquí la unión íntima de bodas, aquí el sincero agradecimiento, aquí la Eucaristía. Hoy y siempre para gloria de Dios y del hombre que él llama. “Dichosos los invitados al banquete de bodas” de Cristo Jesús “del cordero” (Ap 19, 9). Dichosos vosotros, hermanos y hermanas, por esta Eucaristía. José Javier Lizaur