Claroscuros del papa Francisco en el quinto aniversario de su elección

Juan José Tamayo

El cambio de paradigma no ha llegado, sin embargo, a la reforma de la Iglesia ni a la consideración de las mujeres como sujetos morales, eclesiales y teológicos.

El 13 de marzo de 2013 es una efemérides para no olvidar. Ese día 115 cardenales de la Iglesia católica elegían Papa al cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, de 76 años. Por primera vez llegaba a la cúpula del Vaticano un Pontífice latinoamericano que tomaba el nombre de Francisco. Que viniera de la periferia y no del centro ya era todo un acontecimiento. Pero eso no hacía pensar que llevara a cabo cambios importantes, porque sus electores, los «príncipes de la Iglesia», habían sido nombrados por los papas Juan Pablo IIBenedicto XVI y, salvo excepciones, no destacaban por ser partidarios de la reforma de la Iglesia.

Sin embargo, Francisco no dejó de sorprender desde el principio con gestos desmitificadores de la hierática figura papal como la comunicación directa con la gente en un lenguaje asequible, la renuncia a determinados ornamentos papales como el pectoral de oro y los zapatos rojos, la decisión de no vivir en el Vaticano y hacerlo en la residencia de Santa Marta, la celebración de su primer Jueves Santo como Papa en un centro penitenciario de jóvenes, la petición a la juventud en su viaje a Brasil de que hicieran lío…

Cinco años han sido suficientes para que el Papa haya puesto en marcha un nuevo paradigma eclesial y se haya convertido en líder moral a nivel mundial. Una muestra del cambio es su receptividad hacia la teología de la liberación (TL), objeto de sospecha durante el pontificado de Juan Pablo II, que la condenó, sometió a juicio a algunos de sus más importantes representantes e impuso censura a sus libros.

La cruzada contra la TL continuó durante el pontificado de Benedicto XVI, que censuró dos obras de Jon Sobrino sobre Jesús de Nazaret y llegó a afirmar que la TL había provocado «rebelión, división, disenso, ofensa y anarquía» y creado entre las comunidades diocesanas «gran sufrimiento o grave pérdida de fuerzas vivas».

Con Francisco se ha pasado del silenciamiento a la escucha, del aislamiento a la visibilidad y de la condena al reconocimiento. Poco después de ser elegido Papa recibió a Gustavo Gutiérrez, considerado el padre de la TL, que 30 años antes había estado en el punto de mira del Vaticano. Unos años después levantó la suspensión a divinis que pesaba sobre el religioso de [la orden] Maryknoll Miguel d’Escoto desde que fuera ministro de Asuntos Exteriores en los sucesivos Gobiernos del Frente Sandinista en Nicaragua.   Leer más…

Juan José Tamayo en El País, 13 de marzo de 2018

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La revolución sin revolución del papa Francisco

El primer lustro del pontificado, populista y popular, cambia la forma sin alterar el fondo

No existen fenómenos menos revolucionarios que las revoluciones. Acostumbran a malograse en su combustión retórica, la realidad las destempla. Y su alcance se restringe al formalismo o a la superficie. Lo demuestra el mito del Mayo del 68. Debajo de los adoquines descubrieron los estudiantes que había alquitrán. Y se resignaron a la conquista de un cambio de maneras en la sociedad. Se acortaban las distancias y se edulcoraban los tratamientos verticales. Se podía tutear al pater familias. Se cuestionaba el principio dogmático, vertebral, de la jerarquía, exactamente como le sucede al papa Francisco en la revolución epidérmica que representa su pontificado populista y «papulista» en el umbral de sus primeros cinco años.

Ha decidido Bergoglio hacerse humano y vulnerable, empatizar con la sociedad, como dicen los cursis, despojarse del boato y de las connotaciones sobrenaturales. El Papa se acerca a la tierra tanto como nos aleja del cielo, desdibuja la sugestión metafísica que osaron los artistas barrocos en la Contrarreforma. Y decide trivializarse con la demagogia que implica acudir a una tienda de barrio para comprarse unas gafas económicas. Francisco se jacta de oler a oveja y presume de su oficio de cura arrabalero, pero decepciona que tantas dudas a la teocracia no se hayan prolongado en una verdadera transformación de la Iglesia, más allá de la simpatía que le profesan los ateos y los descreídos, regocijados los unos y los otros en un antipapa canchero y hasta “pop”.

Y discrepa uno de la devoción universal e incondicional que la sociedad ha concedido a Francisco, fundamentalmente porque su revolución no ha sobrepasado el territorio de la apariencia o de la intención pedagógica. Francisco es un activista, un papa político, un ecologista, un cualificado telepredicador. Se ha colocado, de oficio, con los pobres. Ha lavado los pies de los presos y ha rehabilitado la teología de la liberación, hasta el extremo de que un reportaje bastante elaborado de la BBC se preguntaba si Jorge Mario Bergoglio era acaso un pontífice comunista.

Tendrían más sentido las dudas si no fuera por su intransigencia doctrinal. Francisco considera el aborto un crimen abominable, juzga el matrimonio homosexual como una tragedia para la humanidad y, como regla general, prohíbe a los divorciados el sacramento de la comunión. Eran las posiciones de Ratzinger en su ortodoxia, pero Francisco ha logrado sustraerse al escrutinio del contenido.

Nos gusta el cantante más que la canción. Y no prestamos atención a la letra. Si lo hiciéramos, tendríamos bastante claro que el pontificado de Francisco se resiente de sus inequívocas frustraciones. La mujer permanece discriminada. La red financiera permanece cobijada en el hermetismo. La pederastia se ha perseguido con menos ahínco del esperado, como ha podido probarse en el frustrante viaje pastoral de Chile. Y la Santa Sede rechazó el embajador francés al “descubrirse” que era homosexual, de tal forma que Francisco cumple un lustro de extraordinaria popularidad sin haberse emprendido las proezas con que fue entronizado.

Rubén Amón en El País, 20 de marzo de 2018