Un Papa solo y una curia caótica

Religión Digital

Cuenta Íñigo Domínguez en El Correo que la carta de Benedicto XVI para aclarar la polémica del perdón a los lefevbrianos, el grupo ultraconservador separado de la Iglesia en 1988, ha causado una conmoción sin precedentes en este pontificado, y cuesta recordar una así en el de Juan Pablo II. Ratzinger lamentó «el odio sin reservas» de algunos católicos y hasta dijo que en la Iglesia «se muerde y devora».

Pocas veces un Papa ha expresado su sufrimiento en el cargo de forma tan personal, un eco de la angustia que atenazaba a Pablo VI. Ayer la prensa italiana repetía un titular, ‘La soledad del Papa’, y se discutía abiertamente de un secreto a voces, el caos en la gestión de la Curia.

El ‘Osservatore Romano’ publicaba otro artículo sorprendente de su director, Giovanni Maria Vian, con esta frase: «La lucidez del análisis papal no evita cuestiones abiertas y difíciles, como la necesidad de una comunicación más preparada en un contexto donde la información está expuesta a manipulaciones, entre ellas la fuga de noticias, que cuesta no definir mísera. También dentro de la Curia, organismo históricamente colegial y que tiene un deber de ejemplaridad». Tanto la revocación de la excomunión a los lefebvrianos como la carta del pontífice se filtraron un día antes.

 

Como admite Benedicto XVI, falla la comunicación. No es culpa de su director de prensa, el jesuita Federico Lombardi, que se pasa el día apagando fuegos y que no para porque también dirige la radio y televisión vaticanas. Es que las oficinas y prelados de la Curia van por libre, sin un gobierno claro, y a veces se mueven por intereses propios. En este caso parece haber pesado la mano de los sectores conservadores que querían acelerar el proceso a toda costa. El máximo responsable de la Curia es el secretario de Estado, Tarcisio Bertone, hombre de confianza del Papa pero ajeno a los despachos romanos y que, además, pasa parte del tiempo fuera, en Italia y en el extranjero, como en su reciente viaje a España.

La Curia, el organigrama de oficinas que hace funcionar la Santa Sede, sigue la mejor tradición italiana de componendas palaciegas. Es una cosa muy romana. Juan Pablo II cayó aquí como un marciano y dejó hacer y deshacer. Ratzinger, pese a haber pasado 24 años en Roma al frente de Doctrina de la Fe, siempre se ha mantenido al margen de las comidillas y al ser elegido se habló mucho de su deseo de reformar la Curia, pero se ha quedado en nada. Ahora el problema ha estallado. Bertone se vio obligado a hablar ayer con una aclaración inédita, porque nunca se pensó que fuera necesaria: «Todos los colaboradores del Pontífice son lealmente fieles y están profundamente unidos a él (…) no obstante alguna voz fuera de tono, quizás debida a la falta de confianza en el Papa».

Bertone casi siempre actúa a toro pasado. Una de las causas de los dolores de cabeza de Benedicto XVI es que no consulta, decide solo y no presta atención al uso de los medios, hoy esencial y que, poco controlado, juega malas pasadas. Sobre todo si los enemigos de la Iglesia aguardan la ocasión de hacer leña. La polémica con el Islam del discurso de Ratisbona en 2006 fue un buen ejemplo.

Como entonces, en este caso el Vaticano ha reaccionado tarde y mal. Lo audaz y novedoso es que el Papa se ha expuesto personalmente para cerrarlo, con una humildad sorprendente. El efecto positivo de esta lección es que quizá la Iglesia sale reforzada. «Nunca había visto un escrito de un Papa tan personal y abierto», ha dicho asombrado Robert Zollitsch, presidente de los obispos alemanes, los más críticos en este episodio, como los de Austria, Suiza, Francia o Bélgica. Todos expresaron ayer su afecto a Ratzinger.