Guillermo Múgica
(tomado de Diario de Noticias, http://www.noticiasdenavarra.com/ediciones/2008/04/25/opinion/d25opi5.1228364.php)
Recientemente, en el marco de las celebraciones del 25 aniversario de la erección del Opus Dei como Prelatura Personal, el Cardenal Arzobispo de Madrid y Presidente de la Conferencia Episcopal, Antonio María Rouco Varela, proponía a los miembros de la Obra todo un reto: “Sin miedo ni vergüenza, con el objetivo no de adaptarse al mundo, sino de convertirlo y renovarlo”.
Es mi intención, en la reflexión que sigue, prescindir totalmente del particularismo de la ocasión y de los destinatarios directos de esas palabras, situándome así a un nivel más general y abarcador. Y es que las mencionadas palabras me parecen emblemáticas: en tanto representativas del impulso jerárquico predominante que se viene imprimiendo al catolicismo español, así como de la inevitable agudización de la tensión que dicho impulso está generando, de una parte, con una sociedad moderna en acelerado proceso de secularización y, de otra, con numerosos, importantes y crecientes sectores del propio catolicismo.
Me limitaré a presentar rápidamente tres supuestos que, desde mi punto de vista, subyacen implícitos en la propuesta del Cardenal y la inspiran. Sin ellos, la lectura de la misma podría ser distinta. No nos los inventamos. Han sido puestos en juego hace tiempo por la jerarquía católica. Con perniciosos efectos, opinamos muchos.
El primer supuesto es el de una visión pesimista y negativa de nuestra sociedad, unida a un talante de superioridad de la Iglesia. Se habla de conversión y renovación, fundamentales desde un punto de vista cristiano. Pero sólo del mundo, no de la Iglesia. Se da por sentado que es aquél y no ésta quien necesita volverse al evangelio de Jesucristo. Se ha olvidado aquello de la Iglesia santa y pecadora a un tiempo, y que necesita reforma permanente. De ahí la consciente marcha atrás dada a muchos de los principales impulsos reformadores propiciados por el Concilio Vaticano II. Su naturaleza y su misión sitúan a la Iglesia por encima de la sociedad. Esta en cambio, hoy, por su autosuficiencia, por su prescindencia de Dios, camina inexorablemente hacia su fracaso y autodestrucción. Este pesimismo eclesial respecto a la sociedad se alimenta también de la incomprensión de la laicidad – que se postula en función de un clima convivencial en pluralismo y democracia – y del rechazo a la misma . Y, sobre todo, de una visión muy escindida y dualista de binomios como humanización y salvación, caridad y amor humano. Como si un mundo secular, precisamente por serlo y afirmarse como tal, estuviera ya total y radicalmente huérfano de Dios.
El segundo supuesto es el de una visión lineal y unidireccional de la pastoral, que iría de la Iglesia a la sociedad, pero sin recorrido inverso. No hay relación circular o de ida y vuelta. No hay nada, al parecer, que la sociedad tenga que decir o aportar a la Iglesia. Ella ya sabría todo lo que la sociedad necesita, ya tendría incluso todas las respuestas a sus preguntas antes de que ésta abra la boca. No hay que adaptarse al mundo; es éste el que necesita de la Iglesia y debe ir a ella. Desaparece de hecho el diálogo – tan esencial al Vaticano II – con la sociedad y la cultura, vuela el deber de inculturación. Se echa en falta una comprensión más circular y dialéctica en la relación de la Iglesia con la sociedad en función de su propia misión. Además, una Iglesia que no se deja cuestionar e interpelar por la sociedad; que no es capaz de repensarse a sí misma desde los problemas, búsquedas, anhelos y esperanzas de ésta; que no hace el imprescindible esfuerzo por readecuar su propio lenguaje al del tiempo en el que vive; que considera, en suma, que nada tiene que escuchar ni aprender: ¿qué puede decirle a la sociedad que le resulte a ésta verdaderamente significativo e inteligible? Cuando se hablaba de la Nueva Evangelización, uno de sus componentes ha sido siempre el de un nuevo diálogo de la fe con la cultura. Pero lo que en nuestro país se ha dado mayormente por parte de la jerarquía, en mi opinión, ha sido un enfrentamiento puro y duro con la denominada cultura moderna. ¿Se puede llamar a esto novedad? ¿No nos retrotrae, más bien, a deplorables tiempos pasados que deseábamos superar?
El tercer supuesto consiste en una velada acusación: la de tildar a quienes mantienen una visión más ponderada de la sociedad, y una comprensión más circular y en diálogo de la evangelización, de claudicar y sostener una actitud timorata y vergonzante. Por eso, estos cristianos y cristianas, grupos, corrientes e instituciones eclesiales, a pesar de su legitimidad cristiana y acreditada comunión eclesial, suelen ser mal vistos, mirados con sospecha y, a menudo, excluídos de cualquier tarea considerada de responsabilidad o con una relativa incidencia pública. Nos hallamos, a la postre, ante una Iglesia más apologética y a la defensiva que testimonial, más preocupada en reivindicar un sitio para sí en la nueva sociedad global que en buscarles y hacerles sitio a cuantos no lo tienen, para, así, poder llamarles de verdad hermanos y hermanas, hijos e hijas de Dios. Una Iglesia, en suma, más crítica que autocrítica; más conservadora que renovadora, aliada de facto de los sectores más inmovilistas de la sociedad. Una Iglesia que se aleja de ésta, que no capta que, en gran medida, la desafección social hacia ella corre pareja a su huída de los procesos socioculturales en curso y a su falta de sintonía, cordial y crítica, con ellos. Y que, además, en su vida interna, es con frecuencia poco dialogante y bastante excluyente.
23-IV-08