Metz me enseñó que los cristianos esperan una revolución que incluya a las víctimas

Hay encuentros de los cuales una no se escapa sin ser afectada, dejan marcada por siempre tu existencia y determinan el rumbo de todo lo venidero de la vida. Que Johann Baptist Metz en 1994, después de su jubilación por la Universidad de Münster, aceptara la invitación como catedrático visitante a Viena, dio un vuelco radical a mi vida. En él encontré mi maestro más importante que me catapultó fuera de mi innocuidad piadosa y me lanzó hacia una apasionante aventura con un Dios que antes no conocía.

En aquel entonces estaba trabajando en mi tesis de habilitación sobre la teología de Erich Przywara. Estaba casi tirando la toalla cuando Baptist se ocupó de mí en diálogos crítico-mayéuticos. Me ayudó a encontrar el hilo conductor en la obra monolítica de Przywara: el tema de la no-identidad que dinamita cualquier intento de encajar la realidad en un sistema; el tema de la alteridad del otro que denuncia cualquier dominación, explotación o usurpación no sólo como escándalo, sino como negación de Dios; y en todo siempre el misterio de Dios que no destella primordialmente allá donde todo cuadra y se resuelve en harmonía, sino más bien se hace perceptible en el grito: en el grito desde el abismo, desde la catástrofe, desde las tinieblas que parecen la negación feroz de Dios.

Estos diálogos rescataron mi incorporación en el cuerpo docente de la Universidad de Viena y me abrieron un mundo intelectual que no conocía antes, o solamente conocía muy superficialmente: Benjamin, Adorno, Levinas, para mencionar lo más importante. Pero más que nada me regalaron un amigo que me ayudó a encontrar el hilo conductor, no solamente de un trabajo académico, sino de mi propia biografía.

En ese momento ya había gastado mis ilusiones juveniles como religiosa y estaba en peligro de escabullirme en modo frustrado y amargado.

Pero Baptist me sedujo a aventurarme una vez más con las grandes palabras que determinaron en su día mi «primer amor» y que en este momento quería descartar como palabrería piadosa, sin sentido y sabor: la palabra que habla de la radicalidad del seguimiento de Cristo y de los consejos evangélicos, de pobreza, castidad y obediencia. Más allá de la introversión piadosa y acomodada me ayudó a descubrir la mística de Jesús, su pasión por Dios, rebelde y resistente.

Que «Cristo debe ser siempre pensado de tal modo que nunca sea sólo pensado», que no tengo ninguna idea de Dios y de su Cristo, si antes no me pongo en marcha para seguir a ese camino cual él mismo es; y -puede sonar muy ingenuo- antes que no me arriesgo a hacer lo mismo que Jesús ha hecho. Todo eso me espantó y en el sentido literal me ha arrojado al otro lado del mundo. Aterricé en El Salvador, en la tierra de Oscar Romero, y en la universidad en que 1989 asesinaron seis jesuitas y dos mujeres que trabajaban con ellos.

Para mí «el pulgarcito de América» resultará Tierra Santa, en donde me topé en una manera inesperada y real con el drama de Jesús: hombres y mujeres, quienes cómo el hombre de Nazaret se pusieron en una manera incondicional al lado de los más vulnerables; quienes como él desenmascararon y desafiaron «los poderes de la muerte»; y por eso, por fin, sufrieron la misma suerte. Como Jesús fueron liquidados brutalmente. Me topé en una manera directa y concreta con las «historias peligrosas de seguimiento», con ese «conocimiento práctico» que según Metz es la verdadera fuente de cualquier teología seria.     Leer más…

Marta Zechmeister en Religión Digital, 5 de agosto de 2018